lunes, 14 de julio de 2014

POEMAS PARA RECORDAR



JIRONES




He querido remontar las alas de los dioses / pero he falseado el rumbo // En descenso a las panteras del infierno  / me interné  en la vagina  de la muerte ///
Quizás haya sabido en la lengua / el roce sublime de la mirra // Pero un escalpelo voraz / quebró gozoso / el tímido sostén de mi garganta / mi otro  ser / que tras los barrotes de la vida / me esperaba ///
Apenas niña / violada / desnuda y cenicienta / quise/ entre azabaches / rasgar la mezquindad  de creerme invulnerable // Y replegada hasta el llanto / hasta el feto / hasta esa cumbre abisal que es la intemperie / reclamé mi derecho a la agonía ///
Pero no hay regreso ///
Sembrada en el arado infértil / los tentáculos de la cordura / se abrocharon a mi piel / me arrastraron  a los senderos de la furia ///
Mi palabra está maldita // La palabra de todos los hombres / es maldita // Calcina la piel / inflama / retuerce / mancha // Pero siempre es más / / Y nos somete // como a esclavos de una piel que nos devora el alma ///
La felicidad está regida por institutrices ciegas // Nos descalza la venda de los ojos // Nos lacera con su cordura luminosa / y nos invita a ver ///
Despierto / ahora / del cadalso de esta etiquetada mueca de coherencias cotidianas // Ya nada inflamará tanto  mis sentidos / como la muerte de este paladeo: Vivir en un segundo la eternidad / obligada a perecerla //
                                                              Voy a crucificar el andamiaje ///   
                                                                          He perdido el silencio

                                                                                                           y me río a carcajadas



 



"YO SOY EL QUE ESTARÉ"



Yo soy el que estaré

Le habían enseñado que había un solo Dios pero ocho bochazos en la Facultad de Teología de la UCA −más un poquito de calle por cierto−, le demostraron lo contrario. Los hindúes adoraban a Brahman, Shiva y Vishnu, los musulmanes a Alá; y a la Marga, los muchachos de la esquina; eso era una trilogía o una orgía, como lo de Dios uno y trino. Y cuentan que trinó el terceto tía, abuela y madre a su llegada, y le hizo creer que él sería especial, único en el mundo.
Pero se llamaba Carlitos, igual que el gordo de la otra cuadra, Gardel y el primo más chico; ni siquiera Carlos como su padre o Don Carlos como el abuelo materno. Por eso, apenas alcanzó la altura de la mesa del comedor, supo que tendría que hacerse notar. Así que empezaron las trepadas a los árboles, luego las amonestaciones en el colegio, y por último la carrera de técnico superior en sismografía planetaria. Al pedo, siempre al pedo. Porque Carlitos era Carlitos por mucho que quisiera diferenciarse. ¿Qué Carlitos?
Él tenía que hacer algo en la vida que lo transformara en un ícono, en el nombre de una calle por lo menos. No fue así. Como sismógrafo terminó trabajando de oficinista en el correo, como oficinista de correo −a pesar de coleccionar y vender estampillas− siempre ganó poco; y sólo pudo comprar una casita igual a todas con el plan del banco hipotecario para casarse con una chica, común y corriente, del barrio Chauvín. Él creyó que ese amor sí sería único en el mundo, y fruto de ese amor tuvo un hijo único… hasta que llegaron los otros seis. También creyó que ella sería la única mujer de su vida, pero cuando murió de una bronquitis común recién cumplidos los treinta y cuatro, como los hijos no podían quedar sin madre, se volvió a casar. La nueva resultó ser tan buena esposa y madre como lo había sido su mujer anterior. Y también la amó. Tanto como amaba el olor a tinta de los sellos, las postales de viaje sin sobre, los encabezados comunes, tipo Querida Martha: te escribo estas líneas…, o los formalismos: Sin otro particular saluda a Usted… Eran simples. Igual que los telegramas o las cartas de renuncia, igual a la que él mismo mandó una tarde setiembre, de esas tan sentimentales como suelen ser las tardes lluviosas de setiembre.
Carlitos se sintió entonces dueño de todo el tiempo del mundo para concebir una forma de llegar a la inmortalidad. Si no podía ser una calle, por lo menos una placa en la biblioteca el barrio; así que se dispuso a escribir su historia. No podía ser igual a otras, de modo que compró y leyó cuanto libro de memorias, diario o autobiografía encontró en las tiendas de usados, más las que le prestaron y aquellas que le costaron fortunas −por ejemplo las de los famosos que siempre cuestan demasiado sobre todo si son no autorizadas−. Todo había sido escrito. Uno quiere ser distinto y la suma de los distintos es innumerable… Primero se desmoralizó, después se dijo ¿por qué no? y fue entonces cuando le pasaron con un skate por encima del pie. Miró al jovencito con rabia y dolor. Cuando al primer hombre sobre la tierra le pisaron un pie ¿habrá gritado? Tal vez sí podría marcar alguna diferencia: No gritó. Tal vez por lo mismo “Qué tal López” figuraba en Wikipedia ¿O habrá sido porque lo escribió Cortázar?
Para la época en la que el libro iba tomando forma murió su segunda esposa. Él tenía 57 años y algunos de sus amigos empezaban a faltar a las reuniones de los jueves. Uy ¿te acordás de Pancho? Y qué tipazo el Rubén… tan joven. Que un infarto, que un cáncer de colon, que no tendría que haber salido a la ruta con esa niebla. De todos se acordaban un tiempo. Y después: nada.
Aquella tarde, poco antes de las seis, hora a la que cierra el cementerio de La Loma se le ocurrió ir a dar una vuelta. Había una leyenda en la que no había reparado hasta entonces: Aquí descansan los que no precedieron en la vida. Las inscripciones en las lápidas poco se diferenciaban unas de otras. No importaba si sus ocupantes habían dejado el reino de los vivos en 1879, 1946 o 2005. ¿Se destacaría la suya algún día? Allí estaban también las de sus dos mujeres, una en la galería de la izquierda al fondo, la otra a la derecha, tercer pasillo; las dos con los bronces opacos y el pasto crecido. A la salida encontró a la que sería su tercera esposa. A ella también la quiso. Y la quiso tanto como a las otras, con ese único amor único. Cómo puede uno amar, no más de una vez sino, tres veces. ¿Qué era el amor?
Decidió dejar de lado sus memorias y encarar otro género: el ensayo. ¿Sería original ese cuestionamiento filosófico? Sabía que no era dueño de las respuestas pero sí de las preguntas. ¿Acaso muchos no las habían formulado ya? Él no haría lo mismo. Le vino a la cabeza el nombre de una telenovela que miraba su madre: El amor tiene cara de mujer. No, el amor no era buen tema; había pasado ya por muchas manos. Igual que Marga, igual que él. Así que Carlitos, o Carlos, un tipo con nombre común, con una historia común, con las mismas preguntas que se han hecho desde hace milenios todos los mortales, se preguntó sobre la muerte y encontró que no había forma de hacerlo sino en plena vida.
Con la minuciosidad de un arqueólogo, Carlitos hizo autopsia a los recuerdos, recorrió los lugares de su infancia, investigó, abrió heridas y mortajas, enterró desengaños, resucitó juegos, sufrió otra vez las pérdidas y revivió la gloria de sus pocos logros; compró momias en el mercado negro, coleccionó obituarios, transcribió, definió, esbozó su testamento y redactó su epitafio. Cuando sintió que estaba logrando plasmar una obra que estaba seguro lo haría merecedor de un lugar en el Parnaso, la mujer lo incineró con la mirada, dio un portazo y se fue.
No se inmolaría.  Por fin era el único habitante de la casa. Recién ahora, con más de ochenta años todo cobraba sentido: Esa vida, igual a la de los muchos Carlitos que habían llevado o no su nombre, era única e irrepetible.
Esa noche lo internaron. Dicen que hablaba de tiempo y eternidades. De otros sin rostro, de disolverse, de fundirse, de un nombre impronunciable. Cuando le preguntaron el suyo, simplemente calló. Algunos afirman que eligió una cama cualquiera de la sala general, otros que fue la nº 7 del séptimo piso. Que se acostó a dormir, por última vez, con un NN atado al dedo gordo del pie izquierdo. Y que no tuvo miedo. Al fin y al cabo, su muerte sería igual a cualquier otra.

Veo Veo



VEO VEO

¿Qué ves? Mamá ve los brotes de los prunus a punto de reventar, rosados, lúbricos. Mira las azaleas y los agapantos, se deleita descalza sobre el césped nuevísimo y retira con cuidado un poquito de musgo que se ha establecido en el rincón más oscuro. Toma un tozo de soga y dibuja con ella el recorte de una nueva bordura que va a pedir al jardinero cubra con lamiun para iluminar el sector; lo imagina y sonríe, después entra y sube hasta el cuarto para arreglarse y salir con las amigas. Definitivamente esas sesiones de radiofrecuencia y el pulido con punta de diamante la hacen ver espléndida. Se delinea los ojos, la boca, sólo un toque de rubor color durazno. Ni un cabello fuera de lugar después del shock de keratina, lo peina hacia la derecha. Elige el jean con tachas y una remera animal print. El té es a las cinco. Ma, me podrías mirar el resumen de… No, por favor Gordi, ahora no puedo.
…Una cosa. Esto es una cosa, masculla el padre, no es fútbol. Ni ese boludo es un dos, no la para ni por puta. El padre cambia de canal, mejor las noticias. La Cristina está dando su discurso número veintisiete. Esto es futbol para todos, declama. Sí, claro, para todos los infelices que habitamos el suelo argentino. ¿Para esto pago Direct TV? ¿Para hacerme mala sangre? Hace zapping hasta que desaparece la cara de la K. No puede ni verla. Una mina… No hay nada que hacer ¿por qué nos se ocupa de cosas de minas? Sólo a nosotros se nos ocurre. Qué gente de mierda. Qué país de mierda. Se levanta del sillón, va hasta el escritorio, abre la correspondencia: una notificación del a Afip. La puta que lo parió… Pa, ¿puedo llevarme al auto? No. Y golpeá antes de entrar. ¿No ves que puedo estar con gente?
…¿Qué cosa? ¿Qué cosa estaba buscando yo?  Los ojos de la abuela saltan de una pared a otra del jardín de invierno. Se detienen en el canasto de la lana, en el almohadón de la mecedora, la manta, un pulóver a medio terminar, el último, el que le estaba tejiendo al viejo. Rojo. Rojo oscuro. Como la sangre que pasaba por el cañito de la transfusión, como la sala de terapia y los cortinados, como las venas que se le reventaban en los tobillos, oscuros como la infección. Púrpura, le habían dicho, pero las manchas eran rojas como la que vio en la sábana aquella mañana; fue su primer hombre, suele repetir, su único hombre. Por eso cada aniversario ocultaba la sonrisa tras un enorme ramo de rosas rojas. Rojo era ahora su dolor. Oscuro como seguir viviendo. Se agarra la garganta y se para frente al espejo. Entonces la ve. La aguja nº 9 está pinchada sobre el costado izquierdo de la mañanita.  Abuela, ¿No viste mi…? Sí, ya la , menos mal que le había pintado la punta de rojo. Últimamente no me acuerdo de dónde dejo las cosas, últimamente no me acuerdo de nada.
…Maravillosa. Ana Clara mira la foto de Martín. Pone “Me gusta”. Le gusta. Y mucho. Después ve pasar las notificaciones, las clickea rápido. Entra al muro de su hermano, ahí puede ver más fotos de Martín, las del partido de hockey contra UNI. Mira esos bíceps contraídos, la bocha que definió el tanto con su golpe en pleno vuelo, se detiene en las piernas, en los cuádriceps. Agranda la foto…Tiene los ojos más profundos que haya visto jamás pero no la comenta, no puede hacerlo desde ahí. Vuelve a su face, al álbum de la reunión del sábado. Está con las chicas vestida de azul. Todas están vestidas de azul. Como los ojos de Martín. Ahí sí pone “Me gusta”, porque se gusta. Y porque le gustó que la besara, y está segura de que también le gustó cómo besaba ella. Esta noche la va a llamar. Es un divino: alguien que tiene en la portada una foto de cuando era chiquito no puede ser sino un dulce. Y van a ser felices para siempre. Ana… ¿Qué mirás, boludo? ¡Cerrá esa puerta! Privacidad. ¿No entendés lo que significa privacidad?
…De qué color. Blanca. La tiene sobre la mesa de luz. Ve que es poca. Se da vuelta y tapa la cara con la almohada. Se da vuelta otra vez. Mira el techo, es blanco. Todos los techos son blancos  menos el de su hermana que está pintado de celeste con estrellitas. Pelotuda… Estira el brazo para agarrar la gillette. Mejor no, mejor dejarla para después. Pone música. ¡Bajá esa música! se escucha desde abajo. No va a bajarla. Se agarra las sienes, recoge las rodillas y apoya la cabeza sobre ellas. No da ni para una línea. Al apretarse los ojos todo pasa del verde al rojo al azul. Y otra vez blanco. ¡Bajá esa música! No otra vez. ¿Qué me tienen? ¿entre ojos? No, no esta vez. Arranca las frazadas, va al baño para buscar una benzocaina para cortarla. ¿Otra vez con dolor de garganta? le pregunta la abuela. Al salir se choca con la madre. ¿Por qué no mirás por donde caminás! Es que ese chico debe andar ojeado, intenta tranquilizarla. El chico hace como si no las hubieras visto y se encierra en el cuarto, con llave esta vez. Muele, mezcla, separa la línea en dos. Enrolla con cuidado un billete de dos pesos y esnifa. El polvo asciende por su nariz, baja por la laringe, se le hunde en la tráquea. Tirado de espaldas intenta tocar el techo pero ve cómo se aleja a medida que él hunde en la cama; sonríe ante la blandura de la almohada del colchón del cuarto entero. El efecto tarda, tal vez la cortó demasiado. Se levanta y va por las pipas; sabe que así durará menos pero lo necesita ahora. Elige la que tiene el dibujo del águila montada sobre la serpiente; falta el tigre, pero no se extraña, qué es lo real o cuánto vale. Mete lo poco que queda en la pipa y la enciende con el billete. La oreja izquierda de Mitre se desprende y cae sobre una hoja doblada del cuaderno Rivadavia abierto al costado de la cama. Adiós monografía. Ve los dos rostros presidenciales arrugarse y fundirse. La coincidencia es absurda. Da para reírse y se ríe. Cuando trata de apagarlo con el pie, como la media es de lana, solo consigue avivar el fuego. Se quema. Se quema y ríe como loco mientras ve las llamitas subirle por la pantorrilla. Se la arranca y tira contra la ventana, observa extasiado cómo la cortina de voile se dispara en llamas hacia arriba.

Es la esquina de los Echeverría. No. ¿La de los Alzaga? No. Es la de los Gutierrez. ¿Ves algo? Sí, a la madre; lleva un manojo de vestidos, creo, y una valija… No, son dos valijas. ¿Qué más ves? Al padre, salvó la notebook, una pila de carpetas que casi se le cae y un bolso… un bolso o un maletín grande. ¿Qué cosa? Que ahí está la nena llorando abrazada a un oso de peluche. Y la abuela. A la pobre la traen arrastrando; parece como si quisiera volver a entrar. Es el turno del chico pero el chico no sale. La sirena destella en todos los colores. Todos lo ven. Nadie ve al chico. El humo es negro. Lo veo. Veo.

(Publicado en "el libro de los Juegos" Ed. Martín 2013)