VEO VEO
¿Qué ves? Mamá ve los brotes de los prunus a punto de
reventar, rosados, lúbricos. Mira
las azaleas y los agapantos, se deleita descalza sobre el césped nuevísimo y
retira con cuidado un poquito de musgo que se ha establecido en el rincón más
oscuro. Toma un tozo de soga y dibuja con ella el recorte de una nueva bordura
que va a pedir al jardinero cubra con lamiun para iluminar el sector; lo
imagina y sonríe, después entra y sube hasta el cuarto para arreglarse y salir
con las amigas. Definitivamente esas sesiones de radiofrecuencia y el pulido
con punta de diamante la hacen ver espléndida.
Se delinea los ojos, la boca, sólo un toque de rubor color durazno. Ni un
cabello fuera de lugar después del shock de keratina, lo peina hacia la derecha.
Elige el jean con tachas y una remera animal print. El té es a las cinco. Ma, me podrías mirar el resumen de… No, por
favor Gordi, ahora no puedo.
…Una cosa. Esto es una cosa,
masculla el padre, no es fútbol. Ni ese
boludo es un dos, no la para ni por puta. El padre cambia de canal, mejor las noticias. La Cristina está dando su
discurso número veintisiete. Esto es futbol para todos, declama. Sí, claro, para todos los infelices que
habitamos el suelo argentino. ¿Para esto pago Direct TV? ¿Para hacerme mala
sangre? Hace zapping hasta que desaparece la cara de la
K. No puede ni verla. Una mina… No hay nada
que hacer ¿por qué nos se ocupa de cosas de minas? Sólo a nosotros se nos
ocurre. Qué gente de mierda. Qué país de mierda. Se levanta del sillón, va
hasta el escritorio, abre la correspondencia: una notificación del a Afip. La
puta que lo parió… Pa, ¿puedo llevarme al
auto? No. Y golpeá antes de entrar. ¿No ves
que puedo estar con gente?
…¿Qué cosa? ¿Qué cosa estaba
buscando yo? Los ojos de la abuela
saltan de una pared a otra del jardín de invierno. Se detienen en el canasto de
la lana, en el almohadón de la mecedora, la manta, un pulóver a medio terminar,
el último, el que le estaba tejiendo al viejo. Rojo. Rojo oscuro. Como la
sangre que pasaba por el cañito de la transfusión, como la sala de terapia y los
cortinados, como las venas que se le reventaban en los tobillos, oscuros como
la infección. Púrpura, le habían dicho, pero las manchas eran rojas como la que
vio en la sábana aquella mañana; fue
su primer hombre, suele repetir, su único hombre. Por eso cada aniversario
ocultaba la sonrisa tras un enorme ramo de rosas rojas. Rojo era ahora su
dolor. Oscuro como seguir viviendo. Se agarra la garganta y se para frente al
espejo. Entonces la ve. La aguja nº
9 está pinchada sobre el costado izquierdo de la mañanita. Abuela,
¿No viste mi…? Sí, ya la ví, menos mal que le había pintado la
punta de rojo. Últimamente no me acuerdo de dónde dejo las cosas, últimamente
no me acuerdo de nada.
…Maravillosa. Ana Clara mira la foto de Martín. Pone “Me gusta”. Le
gusta. Y mucho. Después ve pasar las
notificaciones, las clickea rápido. Entra al muro de su hermano, ahí puede ver más fotos de Martín, las del
partido de hockey contra UNI. Mira esos bíceps contraídos, la bocha que definió
el tanto con su golpe en pleno vuelo, se detiene en las piernas, en los
cuádriceps. Agranda la foto…Tiene los ojos más profundos que haya visto jamás pero no la comenta, no
puede hacerlo desde ahí. Vuelve a su face, al álbum de la reunión del sábado. Está
con las chicas vestida de azul. Todas están vestidas de azul. Como los ojos de
Martín. Ahí sí pone “Me gusta”, porque se gusta. Y porque le gustó que la
besara, y está segura de que también le gustó cómo besaba ella. Esta noche la
va a llamar. Es un divino: alguien que tiene en la portada una foto de cuando
era chiquito no puede ser sino un dulce. Y van a ser felices para siempre. Ana… ¿Qué mirás, boludo? ¡Cerrá esa puerta!
Privacidad. ¿No entendés lo que significa privacidad?
…De qué color. Blanca. La tiene sobre la mesa de luz. Ve que es poca. Se da vuelta y tapa la
cara con la almohada. Se da vuelta otra vez. Mira el techo, es blanco. Todos
los techos son blancos menos el de su
hermana que está pintado de celeste con estrellitas. Pelotuda… Estira el brazo
para agarrar la gillette. Mejor no, mejor dejarla para después. Pone música. ¡Bajá esa música! se escucha desde abajo.
No va a bajarla. Se agarra las sienes, recoge las rodillas y apoya la cabeza
sobre ellas. No da ni para una línea. Al apretarse los ojos todo pasa del verde
al rojo al azul. Y otra vez blanco. ¡Bajá
esa música! No otra vez. ¿Qué me tienen? ¿entre ojos? No, no esta vez. Arranca
las frazadas, va al baño para buscar una benzocaina para cortarla. ¿Otra vez con dolor de garganta? le
pregunta la abuela. Al salir se choca
con la madre. ¿Por qué no mirás por donde
caminás! Es que ese chico debe andar ojeado, intenta tranquilizarla. El
chico hace como si no las hubieras visto
y se encierra en el cuarto, con llave esta vez. Muele, mezcla, separa la línea
en dos. Enrolla con cuidado un billete de dos pesos y esnifa. El polvo asciende
por su nariz, baja por la laringe, se le hunde en la tráquea. Tirado de
espaldas intenta tocar el techo pero ve
cómo se aleja a medida que él hunde en la cama; sonríe ante la blandura de la
almohada del colchón del cuarto entero. El efecto tarda, tal vez la cortó
demasiado. Se levanta y va por las pipas; sabe que así durará menos pero lo
necesita ahora. Elige la que tiene el dibujo del águila montada sobre la
serpiente; falta el tigre, pero no se extraña, qué es lo real o cuánto vale. Mete
lo poco que queda en la pipa y la enciende con el billete. La oreja izquierda
de Mitre se desprende y cae sobre una hoja doblada del cuaderno Rivadavia
abierto al costado de la cama. Adiós monografía. Ve los dos rostros presidenciales arrugarse y fundirse. La
coincidencia es absurda. Da para reírse y se ríe. Cuando trata de apagarlo con
el pie, como la media es de lana, solo consigue avivar el fuego. Se quema. Se
quema y ríe como loco mientras ve
las llamitas subirle por la pantorrilla. Se la arranca y tira contra la
ventana, observa extasiado cómo la cortina de voile se dispara en llamas hacia
arriba.
Es la esquina de los
Echeverría. No. ¿La de los Alzaga? No. Es la de los Gutierrez. ¿Ves algo? Sí, a la madre; lleva un
manojo de vestidos, creo, y una valija… No, son dos valijas. ¿Qué más ves? Al padre, salvó la notebook, una
pila de carpetas que casi se le cae y un bolso… un bolso o un maletín grande.
¿Qué cosa? Que ahí está la nena llorando abrazada a un oso de peluche. Y la
abuela. A la pobre la traen arrastrando; parece como si quisiera volver a
entrar. Es el turno del chico pero el chico no
sale. La sirena destella en todos los colores. Todos lo ven. Nadie ve al chico. El
humo es negro. Lo veo. Veo.
(Publicado en "el libro de los Juegos" Ed. Martín 2013)
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